Discos Rovira - Lucy in the sky with diamonds

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"Mi primo era un tipo peculiar, guapo y altísimo. A los dieciséis años ya empezó a explorar los coños del mundo. Ser hijo de hotelero de Playa de Aro tiene lo suyo."

 


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Discos Rovira

Lucy in the sky with diamonds | per Francisco Rovira

Un verano de finales de los sesenta. Mi primo Pau Rovira había suspendido seis asignaturas en bachillerato. Como castigo sus padres le obligaron a trabajar durante un verano en Calella de Palafrugell. Hospedado en la casa de unos amigos de sus padres, trabajaba por las mañanas de camarero en un hotel frente al mar. Por la tarde ya era un guiri más.

Yo estaba, como todos los veranos, en Bañolas. Un día le puse morro, cogí mi bañador, chanclas y mis pocos ahorros y me planté en Calella. Me gusta el lago, pero el mar es el mar. Tenía previsto pasar un par de días con Pau pero los anfitriones me invitaron una semana. Era gente elegante, con clase y muy pudiente. Vivían en Tarragona y pasaban el verano entre Calella y la Cerdaña.

La primera noche Pau me contó que hacía pocos días había perdido la virginidad con Mercè , la niña de la casa, que por aquel entonces creo que tenía unos diecisiete años. Mi primo era un tipo peculiar, guapo y altísimo. A los dieciséis años ya empezó a explorar los coños del mundo. Ser hijo de hotelero de Playa de Aro tiene lo suyo. Mercè era dulce como la miel. Tenía cierto estilo chic a lo François Hardí a quién, aunque ella lo desmentía a capa y espada, quería imitar. Era modosita. Durante el año estudiaba interna en el Sagrado Corazón de Barcelona y en verano se desmelenaba con su vespa color rosa chicle.

Una noche un grupo de amigos de Pau organizaron una improvisada boîte en una cala cerca del pueblo, la mayoría eran de Barcelona, menos Manelet, un chico del pueblo, creo que era el hijo del farmacéutico. El autóctono era un melómano y trajo con él su tocadiscos portátil junto con su maleta llena de perlas. Los chicos parecíamos clones, pelo largo a lo mod, vestidos casi con uniforme, bermudas, camisa manga corta entallada y espardenyes. Las chicas todas con sus mini vestidos sin mangas y sus largas melenas con flequillo. Todos llegaron en vespa y en pareja, menos un servidor. Como era el único impar me dejaron la bici del jardinero.

Al llegar hicimos una hoguera. No había ni un alma. El mar estaba relajado y se podía intuir una noche estrellada. Al cabo de no más de una hora vino una furgo oscura volkswagen con matrícula extranjera. De allí salieron tres chicos y una chica. Todos muy rubios y con melenas. Pasaron rápido ante nosotros y se perdieron en la oscuridad de la cala.

Una del grupo les llamó de modo despectivo hippies. Nuestras chicas, muy pijas ellas, comentaron el atuendo desaliñado de aquellos desconocidos. A mi me pareció, simplemente, una gente curiosa. Los teníamos cerca, detrás de unas dunas.

Empezó el turno de poner vinilos. Después de una informal votación decidimos poner música anglosajona, a pesar de que la minoría francófona nos silbase. Pusimos el último lp de los Mamas & The Papas, queríamos empezar de un modo tranquilo la noche. De repente Manelet paró el tocadiscos y nos dijo que preparásemos nuestros oídos para una gran audición. Nos presentó su flamante perla, nos presentó a un chico negro llamado James Brown, que por aquel entonces hacía música de baile lo que más tarde se llamaría funk y ese desconocido Mr. Brown es ya el funkyman por excelencia. ¡Qué Dios le bendiga! Perdón, la emoción se apodera de mi pensando en aquel momento, aquellos bajos, aquella voz, fue un orgasmo musical compartido.

Aunque Manelet salía poco de Calella, estaba muy informado de todas las novedades musicales. El quería ir más allá de los Beatles y los Rollings. Sin buscarlo, la música de los desconocidos se fusionó con la nuestra, sus guitarras ganaron. Manelet dijo sólo una palabra: Dylan. La canción que estaban tocando era Blowing in the wind dels señor Bob Dylan, quién representó la voz de la juventud en tiempos de guerra. Nosotros ilusos no sabíamos nada de este cantautor. Han pasado los años y aun sigo a Bob, su apellido rinde homenaje al poeta americano post romántico Dylan Thomas.

Aparte de inundarnos con su música, el grupo de extranjeros nos hipnotizaron con su espléndida marihuana, olor al que no estábamos aun muy acostumbrados. Manelet fue el único valiente, el único que tuvo la iniciativa de acercarse a nuestros efímeros vecinos. Yo le acompañé. Allí estaban, abrigados también por una tímida hoguera. Los chicos eran andróginos, con cuerpos esbeltos y largo pelo dorado. La chica parecía una santa por su color blanquecino y su pose contemplativa. Le llamaban Princess. Poseía unos ojos enormes, color turquesa, pelo casi blanco y figura de ninfa. Sus mamas, muy menudas, se dejaban entrever en su vestido semi-transparente. Ella tocaba la pandereta. Pensé que era muda. Se reía e iba abriendo y cerrando los ojos.

Muy amables, en un castellano pintoresco, nos invitaron a sentarnos con ellos. Los chicos eran de California. Hacian pinta de estudiantes brillantes de alguna prestigiosa universidad. Lo dejaron todo en tiempos de guerra. Sentían asco de su sistema, de su tierra. Uno de ellos me contó que tocó en una importante jazz band de San Francisco. Era batería. Se la vendió para comprar un billete de avión y huir.

Era una noche calurosa. Princess se quitó el vestido y se lanzó al agua. Parecía una sirena. Al final todos la acompañamos. En el agua, empezó a jugar conmigo, me utilizaba de caballo. Algo peligroso puesto que yo aun era virgen. Volvimos a la arena a secarnos. Compartimos manta. Allí, en silencio, me dio un beso. Mientras seguíamos besándonos sus amigos tocaban canciones folk . Ella era unos diez años mayor que yo.

La noche se fundió y me desperté solo en la arena. Fui a buscar la bici y no estaba. Alguien me la había robado. La bici era del jardinero, su único transporte. ¡Qué vergüenza! Llegué a media mañana a la casa. La familia estaba desayunando tranquilamente en el porche. Una vez terminaron les solté mi desgracia. Fue un momento duro. El señor me dijo que la única solución era comprarle otra bici al jardinero. Yo no tenía tanto dinero, llamé a mis padres y aparte de regañarme no quisieron mandarme ni un duro. Al final llegué a un acuerdo con el anfitrión, el me prestaría el dinero y yo se lo devolvería en un mes trabajando en Calella de lo que fuera. Y así ocurrió.

Pau me enchufó en su hotel de friega platos durante el mediodía. Tenía tiempo suficiente para seguir veraneando. Tal como decía mi querido Henry Miller ”quiero un trabajo sencillo, que me permita tener mi mente en libertad”. El jardinero, de la noche a la mañana, se encontró con una flamante bici, aun me acuerdo, era de color verde botella. Mi transporte veraniego fueron mis pies, si tenía suerte iba de vez en cuando de paquete en alguna vespa.

Cada noche, ir a la playa se convirtió en nuestro ritual. Yo buscaba a Princess sin éxito alguno. El 30 de julio fue mi último día de trabajo y mis compañeros organizaron una fiesta sorpresa. Una merienda. Lo mejor fue la visita de Manelet y su música, creo que él fue mi mejor amigo aquel verano. Cuando estábamos a punto de irnos se oyó el ruido de un motor. Era la furgo de los amigos de Princess. Salieron tres chicos y al cabo de unos minutos ella. Pasaron literalmente de nosotros. Mi chica estaba más delgada que nunca, como una muñeca antigua, muy frágil, misteriosa como la luna. Con rabia, por tal indiferencia, me acerqué a ella. Mi corazón latía como nunca. Acto seguido, al ver mi intención, ella agarró la mano de uno de sus amigos y se perdieron tras las dunas. Algo en mí decía que tenía que ir a rescatarla pero me bloqueé. Su cuerpo de yonqui me atraía, su belleza inmortal, iba más allá del espacio y del tiempo.

Pasaron los años y volví un día a Calella, sólo. Fui a visitar a Manelet, divorciado dos veces y con cinco hijos, también melómanos. Pregunté por Princess. Mi amigo de verano me dijo que había muerto a mediados de los ochenta de sida en un pueblo casi abandonado cerca de La Bisbal. Me dolió. Seguramente signifiqué para ella sólo una noche o un momento. Fantaseé mil noches con Princess, juntos danzando en Woodstock, perfumados de LSD, compartiendo camastros con Hendrix, Joan Baez, Joplin y otros colegas. Nuestro reino de luces de neón. Como La Lucy de los Beatles, Princess se merece el mejor de los altares entre los dioses. Hasta luego princesa.